Ya en Crimen y castigo, lo que más me llamó la atención de Dostoievski fue su habilidad para construir diálogos, a ratos delirantes, con un toque de humor, siempre profundos y sugerentes. Recuerdo con vivo entusiasmo el placer que me proporcionó la conversación entre el atormentado protagonista, Raskolnikov, y el inspector que intentaba extraer de él la confesión del asesinato de la vieja usurera.
Era una maraña de palabras donde ambos interlocutores parecían divertirse a costa de un lector entregado al juego de insinuaciones, aderezadas con reflexiones filosóficas, en torno a los múltiples disfraces del mal y de la culpa, que disfrutan de un cómodo asiento en el olimpo literario.
El aire que envuelve a los personajes y sus pensamientos no son tan oscuros en Los hermanos Karamázov, novela en la que el crimen sigue siendo el epicentro de la trama, pero donde la muerte deja paso a otros motivos, especialmente el amor. Un amor un tanto retorcido, sí, mas ofrece un contrapunto luminoso de redención frente al dolor provocado por el odio y los celos.
Quizá el nexo más claro entre ambas obras, cumbre creativa de Fiódor Dostoievski, sean los remordimientos, ese fuego que poco a poco consume los escasos rescoldos de dicha que guarda la persona desdichada, pero que también, después de la catarsis, la salvan, la apartan del abismo, de la nada.
En este caso, el crimen no ocurre al principio, ni sabemos con seguridad quién lo ha cometido, sino que el autor lo va preparando en los primeros compases, hasta hacerlo inevitable, incluso, por momentos deseable. La figura del padre emerge en las primeras páginas como la máscara que anuncia la tragedia, como el pícaro que tira la piedra y esconde la mano, salvo que aquí esa mano es cortada. Es el rostro de la maldad que se regodea y se justifica, y para ello emplea argumentos que no dejan de ser en ocasiones convincentes, de tal modo que parecen señalar con el dedo al lector: «No eres así porque no te lo permiten».
El veneno corroe y confunde a los hijos, tres almas unidas por el desprecio al padre, aquel que no quiso querer. El odio se manifiesta con mayor fervor en Dmitri, cuya personalidad, paradoja o no, se asemeja a la del progenitor. Yo lo retrataría como un Don Juan demacrado, destrozado por un ansia de vivir mal encauzado; con él, la falta de cariño se ha cebado. Seguramente, Dostoievski pretendía moralizar a través del derroche y la lujuria de este personaje, que luego se reformará, una vez imputado por el asesinato del padre. Inspira, ante todo, compasión, pues a medida que transcurre el relato descubres que su corazón no es del todo negro. Él, sin duda, es el máximo culpable de su desidia, pero su infancia, sus orígenes (también, claro, los detalles del crimen que vamos conociendo), lo excusarían en parte, y ello conecta con las tesis deterministas del naturalismo zoliano.
Lo excusan en parte, digo, porque ni Iván ni Aliosha actúan como él. No sé por cuál de los dos personajes decantarme. Más complejo es el primero, que cae en las redes, anque él no lo quiera admitir, de los celos, al amar a la misma mujer, la bella Katerina, que fue traicionada por su hermano libertino. Ateo,hablará, sin embargo, ya preso de la locura, con el mismo diablo, en lo que en mi opinión es el capítulo más original y a la vez divertido de la novela. Dostoievski pone en tela de juicio las creencias más comunes sobre el infierno y el paraíso. Un Satán burlón y cínico desquicia la mente de Iván; la misma ingeniosa cabeza que contará la historia del Gran Inquisidor, ese siniestro amo de una degenerada Iglesia, capaz de condenar por herejía al propio Jesús, cuando de nuevo nos visita y es aclamado por el pueblo.
La religión, no lo había dicho hasta ahora, es un tema importante en la obra. Exceptuando el San Manuel Bueno, mártir de Unamuno, en ningún otro relato he encontrado un debate tan intenso en torno al mensaje de Cristo y su poder redentor. Es sabido que Dostoievski halló en la Cruz un asidero gracias al cual poder sobrellevar las penas del presidio y de la epilepsia. Ese mismo consuelo defiende con elocuencia Aliosha, el menor de los Karamázov, y el que parece menos dañado por el sombrío carácter del padre. No es pasto del odio, como sí lo es Dmitri, y luego también Iván. Alumno aventajado del carismático monje Zosima (potente personaje que, sin embargo, tiene poco recorrido), Aliosha se presenta como la antorcha que ilumina el trágico destino de la familia. Su amor místico resalta ante el desenfreno que caracteriza y enfrenta al padre y a Dmitri; insidia de Agrafena mediante.
Para terminar, diré que me he reído con la novela. Tiene pasajes hilarantes, de la mano de unas criaturas que a veces hablan atropelladamente, enlazando de manera espontánea unas ideas con otras; en otros momentos, en cambio, el sentido de lo dicho es intrincado, propio de corazones que circundan el crimen.
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